miércoles, abril 16, 2008

experimento colegial: montaje corriente-de-la-consciencioso.

Te rompería la cara a golpes. Pero de eso Andrea no sabía nada, y lo abrazaba con sincero afecto. Juan Carlos, siempre amable, la miraba sonriente, pero ajeno, distante; Y aunque ella se daba cuenta se obstinaba en no querer entender lo que a esas alturas era evidente. Juan Carlos que traía el desayuno a la cama, que pasaba a buscar a los niños, que llegaba cansado del trabajo, cansado de los niños del desayuno en la cama de Andrea y su risita que ya no tenía dientes y sus manitos apretadas en la bisagra de la puerta ahorcada en su propio pelo y ¿En qué estás pensando, mi amor? En nada, Andreita, en nada.
Las cosas se dieron y se seguirían dando en completa normalidad, en el fondo todo estaba ocurriendo como debía: el matrimonio, la casa, los hijos, los planes de vacaciones, las cuentas; Todo estaba ahí, tal como debía estar, y sin embargo algo no calzaba. Como si todo fuera una máscara que pendía de un hilo que Juan Carlos sostenía por tozudez, inercia o quizás cobardía. Un hilo que se llamaba Andrea y al que de tanto tirar y tirar comenzó a odiar, como si el hilo tuviera la culpa del enorme peso que sostenía.
Andrea se lavaba los dientes en el baño y Juan Carlos descansando en la cama, mirando tele, deseando en el fondo que se apagara y que la cama se hundiera hasta el fondo de la tierra para no escuchar más a los niños que a esa hora ya jugaban en el dormitorio de al lado y para no volver a ver salir del baño a Andrea y su cepillo que te lo atragantaría y te sacaría las uñas llorando lloándote como nunca quizás abrazarte tenderme desearte amarte en la muerte tan profunda como mi cama en el fondo de la tierra.
- Amor, voy apurada así que no voy a alcanzar a tomar desayuno. Cuídate. Y ya apaga ese televisor que te va a poner tonto.
Y él que mejor la apagaría a ella pero Ya, y no te preocupes por lo niños que yo preparo el desayuno y los paso a dejar al colegio y apago el televisor.
Juan Carlos que ya no sentía pena, Juan Carlos que no podía sentir impotencia, frustración, o rabia o deseo. Juan Carlos como el motor indolente de una máquina-familia-vida de la que no podía quejarse, menos escapar. Cumpliendo un rol que detestaba pero que se le había dado como se le había dado la casa, los niños, Andrea: como un destino evidente e inexorable, al que había aceptado con una naturalidad tan resignada que no dejaba lugar a dudas o reproches. Esa misma que lo haría pagar años más tarde y que ahora me miraba detrás de unos ojos en los que enterraría alfileres alambres tociéndose como tus huesos de cartílago que dbolaría y apretaría moldearte a mi antojo apretarte volverte tan pequeña que desaparezcas y no, mi amor, no estoy pensando en nada.

lunes, abril 14, 2008

el chino y su enseñanza aforística.

oye, al final de qué se trata esto.
todos los motores de mi vida
son frágiles, de huesitos delgados.
romperlos no me cuesta ni un esfuerzo,
de hecho
lo hago sin querer.

y esto no es una solución, me plantea más preguntas.
escribir no sirve para nada pero qué va, igual no me queda otra.

entonces surgen más cosas
memorias
quizás ya me llené, pero no logro sentirlo
cómo vivir lleno? para qué vivir si no falta nada?
además eso es imposible, me digo.
quién sabe quizás siempre estuve completito realizado.
y estoy caminando no más, como dijo el chino del libro.

domingo, abril 06, 2008

bruma de mediodía

lo de la hora ya no importaba tanto, más me preocupaban el calor y la modorra y el recuerdo inevitable de Javiera.
era una típica tarde de domingo, o mañana quizás, de esas que son siempre iguales, donde nunca pasa nadie y las horas pasan silenciosas, subterráneas, como siguiendo un ritmo más allá del tiempo. el calor húmedo me pegaba la camiseta al cuerpo, no había brisa, el aire estaba estancado y así estaba yo también, inmóvil en mi mecedora y concentrado en mis pensamientos. pensaba en la rutina del día siguiente, habían muchas cosas que no había hecho y el lunes se avecinaba como un compromiso pospuesto que no demoraría en sacarme de la calma. de la calma de un domingo caluroso y sin tiempo.
al despertar había mirado la hora y eran las 12 y cuarto. salí al jardín a pesar del calor, vi al cielo completamente despejado y al sol coronándolo en el centro. volví a entrar a la casa, tosté pan y me serví un vaso de leche, me llevé el desayuno a la cama y prendí el televisor. tenía sueño y no tardé en quedarme dormido otra vez. soñé con una mujer de campo, que salía por una de esas puertas que a veces hay en los segundos pisos de los galpones, y que siempre me llamaron la atención por lo misterioso de su motivo, ya que naturalmente no tenía sentido una puerta que diera al aire. en el sueño la mujer se asomaba por esta puerta y caminaba tranquilamente por el aire, si hasta saludaba, como si nada. desperté con la sensación de que mientras dormía, algo se me había perdido.
al despertar miré la hora y eran las 11:47. al principio me llamó la atención, cómo podía ser. pensé que estaba perturbado por el sueño, o el calor, y que miré mal la hora o algo, también pensé que podría ser una de esos cambios de hora a los que nunca estaba atento y que siempre me traían sobresaltos, pero preferí no tomarle mucha atención porque era demasiado extraño como para no tener una razón evidente que no habría de demorar en notar. decidí salir al jardín a ver el día, estaba caluroso, y me imaginé en un desierto o alguna isla caribeña, o algún pueblo en el centro de chile, de esos calurosos donde todos los días son domingo y el tiempo pareciera no pasar. qué día. pero ya me había acostumbrado, desde que Javiera se había ido que las tardes solo no me molestaban y la televisión era mi gran compañera. me había acostumbrado a que el tiempo pasara lento y caluroso y a veces pareciera detenerse.
es preferible no ponerle mucha atención al tiempo, dicen que mientras uno más se concentra en él, más demora en pasar. mañana es lunes, o debería serlo; debería volver a la rutina, volver los días todos iguales, más iguales ahora sin Javiera. sin su frescura, su sonrisa como un vaso de agua que me despertaba de la flojera y el sueño, de la monotonía de los domingos calurosos e interminables y los días todos iguales, en infinito mediodía.